
Buenos Aires, la gran urbe porteña, una de las diez ciudades más grandes del mundo, denominada como la jungla de cemento, es un escenario de contrastes, de grandes historias, de milagros cotidianos, la fábrica de sueños y pesadillas, más cerca de Europa en su arquitectura, más cerca de Estados Unidos en su estilo de vida, y muy lejos de Latinoamérica en su pensamiento y abordaje de la problemática social, escindida entre la modernidad y las villas de emergencia.
Bordea la ciudad la avenida Gral. Paz, fuera de cuyos límites hay un territorio que se denomina conurbano bonaerense, delicado eufemismo que encierra otra realidad, de violencia, de desigualdad, de gavillas mafiosas, de subdesarrollo en contraste con las altas torres de Puerto Madero, a cuyas orillas crece la Villa 31. En este complejo mundo, en San Justo, partido de la Matanza, transcurría la vida de un técnico en bobinado de motores que llevaba 18 años trabajando en una fábrica y junto a su esposa, había logrado conquistar la casa propia, el auto, la estabilidad y seguridad para los tres hijos.